miércoles, 27 de febrero de 2013

Una Europa grillada


Silvio Berlusconi aparece sonriente tras las elecciones: otro día en la oficina. Berlusconi cada día se parece más al gigoló Joe de Inteligencia Artificial si lo hubiera interpretado Mickey Rourke. Una cabeza calafateada, entre la máscara y el plasma.

En las últimas elecciones italianas ha triunfado el sueño de cierta Europa que detesta todo lo que huela a lo que llaman puritanismo useño.  Para el intelectual europeo, por una mágica razón, parece ser que el regirse por unos principios lleva, implacable, a la jungla. Aquí en el Viejo (¿habrá que escribir ya Decrépito?) Continente se habla mucho de profundizar en la democracia, pero cuando apenas rascas en la soñada utopía de profesores y periodistas aparece la pesadilla de la planificación. Y la planificación sólo es aceptable para nuestros grandes cerebros si se trata de un andamiaje astral de tornillería gaseosa. En el planeta tierra, democracia rima con eficacia y si esto lo olvidamos al político democráticamente elegido lo sucede el tecnócrata, como mal menor,  o el caricato, como desastre mayor. Cuando la realidad se manifiesta en su espléndida crueldad los nuevos redentores abominan de todo y, claro, el ideal cojo y manido le cae a Beppe Grillo como algunos madridistas depositan el señorío en manos de Alfredo Relaño, después de hinchar tanto la palabra, que la acaba explotando Mourinho con su mejor por qué. Del recauchutado viven muy bien algunos vivillos.

Escribe Arcadi Espada que el sería liberal si tuviera pueblo, pero, ¿y las elites? (pronúnciese en francés) ¿tenemos elites?

La nueva Italia de la izquierda extravagante va a ser la apoteosis del carril bici, punto capital en el programa electoral grillado, con olvido de las calzadas romanas, sacras o apias, y sus puentes, adoquines y miliarios, todo tan vertebral y por tanto fascista. Ahora primará el tobogán que no lleva a ninguna parte pero por lo menos entretiene. He viajado a Sevilla después de muchos años y a punto he estado de calarme de nuevo la peluca. Las bicicletas se han adueñado de la ciudad por la vía del aquí estoy yo, y no tienen miramientos con los peatones. El automovilista ha pasado por un proceso civilizador fructífero. Hoy hay que meter en vereda al ciclista, pero mientras aquel tenía la arrogancia del moderno, este se acoge a la soberbia del buen salvaje, semilla y planta del pueblo en lucha por su dignidad y un 3% pa’tós.

¿Estará el centro-izquierda italiano por encima de las circunstancias? ¿Ha dimitido el Papa, no por lo que dicen que apesta dentro del Vaticano, sino por el olor a descomposición que viene de extramuros? Mientras Benedicto XVI rezará en clausura por nosotros, Berlusconi, bajo los oros de los Aldobrandini, soñará con ovejas bunga-bunga.

miércoles, 20 de febrero de 2013

La noche sublime de los Goya

Cualquier empresario sabe que su éxito se basa en satisfacer al mayor número de consumidores. Sin  embargo, nuestro cine patrio, facción señorío de la gente de la cultura, parece empeñado en alejar con fruición a un número elevado de posibles clientes. La mayoría de los analistas piensan que esto les molesta poco, que lo importante para ellos es hacer piña con los de su ideología, la progre, que protege de las inclemencias del mercado libre y domina los medios culturales. Gobierne quien gobierne. Airadamente protestan actores y actrices (¡A mí, pretorianos!) cuando manda el PP y desaparecen cuando lo hace la izquierda o los nacionalistas, valga la redundancia. La sangría de espectadores se produce porque buena parte de la población se da cuenta de la pantomima. El PP nunca suprime sus privilegios.

Todo esto no lo niego, ni la pulsión suicida que anida en el ser humano, pero me atrevo a lanzar otra teoría que puede ser complementaria. Los actores sufren en la Gala de los Goya una exaltación de su profesión: actores que interpretan a actores. La imagen que se han construido de su oficio. Una manifestación con pancartas de seda y lamé, donde no se lee “queremos” sino “exigimos”. La apoteosis del cobrador del esmoquin con pajarita torcida y peinado casual. El anticapitalismo vestido de capitalismo, el entrismo glamuroso, que no hace ascos a cierta división del trabajo: derechos (González Macho), desahucios (Verdú), sanidad pública (Peña), IVA y amnistía fiscal (Hache), saharauis (Bardem). Prisioneros de las alfombras rojas y el photocall, ellos, ungidos con el prestigio de la mala prensa que antaño tuvo su actividad, tan unida a los humillados y ofendidos, necesitan al menos un día revolucionario, quitarse la costra de la desproletarización y gritar a los cuatro vientos: Aunque nos parezcamos a ellos no somos como ellos y todo lo bueno que pasa en el mundo es gracias a nosotros y a pesar del capitalismo. Somos conscientes. Por eso protestan con sordina por la piratería informática, que realmente sí les hace daño. Al fin y al cabo los piratas son personajes tan románticos como ello. En el fondo los admiran, les gustaría interpretar sus papeles en las catacumbas, lanzar el puñal de Lady Macbeth desde las sombras y que caiga al menos un director general.

Saltan con soltura del pasquín al caviar sin incomodarles la contradicción, la hipocresía o el cinismo. Sólo cuando la incoherencia es tan grande como el hecho de protagonizar una campaña publicitaria de una empresa hipotecaria y en el gran aquelarre despotricar contra ella, se llega hasta el final para borrar todo rastro. Pues si el periodista Santiago González escribió en Lágrimas socialdemócratas que “la hemeroteca es perseverante y de derechas”, la videoteca lo es con una crueldad descarnada.

Cuando se apagan los focos y se recoge la alfombra roja, vuelven a los cócteles, a las urbanizaciones de lujo, a los hospitales privados, sin que se produzca el más mínimo remordimiento. Ha pasado lo que tenía que pasar. El vulgo se enfada, ellos sólo estaban interpretando su papel más trascendental. Sublime.

viernes, 15 de febrero de 2013

Rubalcaba y Schwarzenegger


Rubalcaba no puede, no debe, presentarse ante mis ojos después de que yo haya visto la última película de Schwarzenegger. Arnold y Alfredo pertenecen a la misma generación y aparecieron en nuestras vidas más o menos por la misma fecha. Pero la comparación de sus decantaciones físicas a día de hoy no puede ser más descorazonadora para el socialista. El austrouseño sigue repartiendo a diestro y siniestro aunque la edad haya acentuado sus movimientos de androide. El nuestro apenas puede convencernos si lleva traje o el traje lo lleva a él. Es lo que va de la robótica a la ortopedia.

La clave está en que un día Rubalcaba, que era un buen atleta, se convenció de que para ser algo en la vida había que hacer estiramientos lumbares en los pasillos hasta adquirir una percha entre Lorenzo de Médicis y José Luis López Vázquez. Un maquiavelismo con manguitos para un mundo socialdemócrata. Sin embargo, Schwarzenegger, de familia mucho más humilde,  quiso prosperar a base de levantar pesas: la forma más carnalmente descarnada de hacerse a sí mismo. Y como su temperamento le pedía cambiar las gélidas tierras centroeuropeas por un mundo en combustión, partió a América con sólo un taparrabos, protección de la única parte de su cuerpo que no iba acorazada de fábrica.

Posturitas de día, estudiante de noche, pasó de los concursos de culturismo al estrellato cinematográfico con la más asombrosa equivalencia entre bíceps y rostro. Schwarzenegger es el único musculitos que saca bola sin que se le crispe la mandíbula. Se la encajaron a soplete y martillo. Ni siquiera se interpreta a sí mismo. Sólo le basta con ponerse delante de la cámara, que más que fotogramas, le saca radiografías en movimiento.

Rubalcaba tiene fama de inteligente y Schwarzenegger la tuvo de simplón avispado, que era a lo más que llegaban los repartidores de credenciales culto-morales, pues con la carrera que llevaba no podían llamarlo directamente tonto. Pero lo salvó el humor. Lo salvó entonces y lo salva ahora. Inolvidable fue aquella ocasión, en plena campaña electoral californiana de 2003, cuando ironizaba con todos aquellos que se sorprendían que hiciera películas si no sabía actuar y que en ese momento luchaban para que no fuera gobernador con la excusa de que era un artista de Hollywood: lo habían convertido en actor.

Y es que, si te dedicas a profesiones tan expuestas como la política o el cine, un cierto distanciamiento cuando vas cumpliendo años es lo que te permite no caer en el ridículo. En El último desafío Schwarzenegger se aplica en reírse de sí mismo sin llegar a la parodia. Entre mamporro y mamporro aún recita sus frases lapidarias como latigazos de Cristiano Ronaldo. Rubalcaba suelta en su última comparecencia pública las siguientes perlas : “He pedido a mi grupo parlamentario lo que gano” y “Todos vamos a hacer un striptease económico”. O sea, que toda la catarsis anticorrupción va a quedar en un Full Monty de vivillos sin guasa, que se creen que somos gilipollas. A mí Arnie siempre me ha caído muy bien.

domingo, 10 de febrero de 2013

Atenuante/agravante

Uno de los argumentos sobre la trascendencia de la corrupción en España asegura que los políticos españoles son el fiel reflejo de sus conciudadanos.

Lo que me fascina es que algunos utilicen este razonamiento como una sincera atenuante cuando me parece la más recia de las agravantes.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Acinesia a la española


Lo más relevante de las encuestas que se están publicando no es la posible debacle electoral del PP ni el poco rédito que de ella sacan los partidos de la oposición. Es aquello que sería bien visible si los grandes titulares no estuvieran más para ocultar que para mostrar: la poca movilidad electoral del español, es decir, la plasmación política de su acinesia geográfica. El español quiere nacer, vivir y morir en su terruño, sin desplazarse por esos mundos de Dios, si no es con cámara de fotos y billete de vuelta.
Los propios partidos políticos, que hace cincuenta años no existían o tenían una presencia fantasmal, buscan enredarse en las ramas del árbol genealógico de cada familia. Eso sí, saltándose a Franco. Nunca he entendido la impugnación total del franquismo, si para unos fue la época del siglo XX donde no se discutieron ciertas cosas, y para otros, su mayor vivero de afiliados.
Pero no quiero enredarme en más sociologismos (no me he puesto las gafas con cuerdecita) que no sea explicar el proceso patrio del cambio de voto. Comienza cuando el deterioro del partido al que has estado apoyando desde tu más tierna madurez es inocultable e injustificable. Hay algo que te mueve a castigarlo pero aparece el primer freno mental: si tu partido es malo, los otros son peores, es más, lo malo de aquel es producto de la influencia perniciosa de estos. Puedes pensar en la abstención o el voto en blanco, pero convienes en que es una pérdida de tiempo sin sentido. Pasan los días, los meses, y el hundimiento de la opción preferida es tal que las ansias de cambio acaba conteniéndolas el sentimentalismo de primer grado: “¡Qué diría mi padre!”. Y si esto no fuera suficiente vas bajando la gradación hasta llegar a los bisabuelos o tatarabuelos. La naturaleza es tan sabia que la multiplicación de antepasados que vivieron en un momento de nuestra historia con más épica, crece cuando ahondas en el tiempo. Y el “¿para eso hemos muerto un millón de españoles?” sirve para cualquier ideología.
Pero llega un momento que ni la sangre de tu sangre derramada, por muy coagulada que esté, sujeta la indignación. Entonces aparece el segundo freno mental: como vas a votar tú al mismo partido que Fulanito, que es un manta, que cuando se engalla en el bar se vuelve insoportable, y claro, tú tienes que engallarte también, pues tienes motivos, una historia familiar de penalidades te avala. No como él: sabes muy bien como ganó la fortuna que le permite doble ración de banderillas por cerveza.
Todo esto está bien, pero la repugnancia que te provocan los contrarios disminuye mientras la que te causan los tuyos no termina de crecer. Y entonces te agarras a los líderes. El primer acercamiento es negativo: todos son iguales, todos están para robar. Pero eso es precisamente lo que resulta fatal. Pasar de Rubalcaba a Rajoy, o viceversa, si lo piensas bien, no es tan difícil. Por mucho que alegues un matiz de carácter por aquí o un tono de voz por acá, te das cuenta que en el fondo son dos señores con barba, cabezas de dos partidos que sólo buscan el poder.
La mayoría de los que siguen esta evolución suelen acabar en el pasotismo más absoluto. Y no vuelven a votar. Pero tú eres un demócrata, crees en los efectos vivificadores de la papeleta en la urna, y no quieres terminar como un perroflauta cualquiera. Y cambias, ya sí, de opción política cuando caes en la cuenta de que los únicos que, a tu alrededor, defienden a tu antiguo partido son los que viven directa o indirectamente de él.

viernes, 1 de febrero de 2013

Beyond the sport


En los últimos días han aparecido dos noticias deportivas beyond the sport. La primera tiene como escenario un partido de la Copa de Holanda de fútbol entre Den Bosch y AZ Alkmaar. El árbitro Reinold Wiedemeijer suspendió el juego por los gritos racistas proferidos por la hinchada local contra un jugador de raza negra visitante. Aunque al club le costó callar a los energúmenos, el partido pudo continuar con desquite del jugador humillado: marcó uno de los cinco con los que ganó su equipo.  Además, la junta directiva del Den Bosch, que dijo sentirse avergonzada, prometió hacer todo lo posible por identificar y castigar al grupo de hinchas ofensores. Los medios han tratado la noticia con el estándar habitual para este tipo de sucesos con final feliz: alabanza de árbitro y menosprecio de hinchada, pero un poco rutinariamente, pues sobreabundan hoy los aficionados al fútbol haciendo el mono.

La segunda noticia nos coge más cerca. Tiene lugar en Cataluña, en la Cataluña que llena portadas y vacía bolsillos. Así suceden los hechos: En un partido infantil de baloncesto en Lérida, un árbitro, cuyo nombre no concemos, pidió que se retirara una bandera independentista que había en la cancha junto a la mesa de trofeos. El entrenador local se negó. El público se encabritó y saco sus propias estrelladas, pero el árbitro consiguió por un rato su propósito. Ante la infamia de que los tiernos jugadores no tuvieran un lucero que les guiara en los contraataques, el club se pone en contacto con la federación catalana, que dice que faltaría más, que adelante con las estrellas. ¡Y más en un partido infantil! La bandera vuelve a su sitio.

Tras el partido, el árbitro desaparece pero sus contradictores se explayan.  El club, vía twitter, rechaza la actitud del colegiado y agradecen el apoyo del presidente de la federación. El vicepresidente le conmina a preocuparse de arbitrar que "de todo lo que sea exterior y no afecte al partido él no se tiene que preocupar de todo esto" [sic]. Se estudian medidas disciplinarias.
 
Tenemos dos árbitros que actúan de forma similar ante la utilización política de una competición deportiva. (Sí, también los gritos racistas son una manifestación política, aunque nos hayamos acostumbrado a ellos.) Pero mientras para el holandés todo serán parabienes y europeidad -he ahí un hombre-, el árbitro catalán ha desaparecido con el sólo hecho de las amenazas. Que en las casas de techo bajo no se necesita más. Seguro que ni lo sancionan ni nada. La noticia ha trascendido lo suficiente para que todo el mundo se entere de lo que vale el paño local. Pero que no se airee demasiado. Protejamos al árbitro, dirán unos. No publicitemos que hay un tío con un par que es capaz de enfrentarse a todo un civilizado público nacional-deportivo, pensaran otros. Sospecho que el pobre árbitro, como su colega holandés, no quiso ser un héroe. Simplemente cumplió con su obligación. En Cataluña. En España.