Lo más relevante de las encuestas
que se están publicando no es la posible debacle electoral del PP ni el poco
rédito que de ella sacan los partidos de la oposición. Es aquello que sería
bien visible si los grandes
titulares no estuvieran más para ocultar que para mostrar: la poca movilidad
electoral del español, es decir, la plasmación política de su acinesia
geográfica. El español quiere nacer, vivir y morir en su terruño, sin desplazarse
por esos mundos de Dios, si no es con cámara de fotos y billete de vuelta.
Los propios partidos políticos, que hace cincuenta años
no existían o tenían una presencia fantasmal, buscan enredarse en las ramas del
árbol genealógico de cada familia. Eso sí, saltándose a Franco. Nunca he
entendido la impugnación total del franquismo, si para unos fue la época del
siglo XX donde no se discutieron ciertas cosas, y para otros, su mayor vivero
de afiliados.
Pero no quiero enredarme en más sociologismos (no me he
puesto las gafas con cuerdecita) que no sea explicar el proceso patrio del
cambio de voto. Comienza cuando el deterioro del partido al que has estado apoyando
desde tu más tierna madurez es inocultable e injustificable. Hay algo que te
mueve a castigarlo pero aparece el primer freno mental: si tu partido es malo,
los otros son peores, es más, lo malo de aquel es producto de la influencia
perniciosa de estos. Puedes pensar en la abstención o el voto en blanco, pero
convienes en que es una pérdida de tiempo sin sentido. Pasan los días, los
meses, y el hundimiento de la opción preferida es tal que las ansias de cambio acaba
conteniéndolas el sentimentalismo de primer grado: “¡Qué diría mi padre!”. Y si
esto no fuera suficiente vas bajando la gradación hasta llegar a los bisabuelos
o tatarabuelos. La naturaleza es tan sabia que la multiplicación de antepasados
que vivieron en un momento de nuestra historia con más épica, crece cuando
ahondas en el tiempo. Y el “¿para eso hemos muerto un millón de españoles?”
sirve para cualquier ideología.
Pero llega un momento que ni la sangre de tu sangre
derramada, por muy coagulada que esté, sujeta la indignación. Entonces aparece
el segundo freno mental: como vas a votar tú al mismo partido que Fulanito, que
es un manta, que cuando se engalla en el bar se vuelve insoportable, y claro,
tú tienes que engallarte también, pues tienes motivos, una historia familiar de
penalidades te avala. No como él: sabes muy bien como ganó la fortuna que le
permite doble ración de banderillas por cerveza.
Todo esto está bien, pero la repugnancia que te
provocan los contrarios disminuye mientras la que te causan los tuyos no
termina de crecer. Y entonces te agarras a los líderes. El primer acercamiento
es negativo: todos son iguales, todos están para robar. Pero eso es
precisamente lo que resulta fatal. Pasar de Rubalcaba a Rajoy, o viceversa, si
lo piensas bien, no es tan difícil. Por mucho que alegues un matiz de carácter
por aquí o un tono de voz por acá, te das cuenta que en el fondo son dos
señores con barba, cabezas de dos partidos que sólo buscan el poder.
La mayoría de los que siguen esta evolución suelen
acabar en el pasotismo más absoluto. Y no vuelven a votar. Pero tú eres un
demócrata, crees en los efectos vivificadores de la papeleta en la urna, y no quieres
terminar como un perroflauta cualquiera. Y cambias, ya sí, de opción política
cuando caes en la cuenta de que los únicos que, a tu alrededor, defienden a tu antiguo partido
son los que viven directa o indirectamente de él.
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