miércoles, 6 de febrero de 2013

Acinesia a la española


Lo más relevante de las encuestas que se están publicando no es la posible debacle electoral del PP ni el poco rédito que de ella sacan los partidos de la oposición. Es aquello que sería bien visible si los grandes titulares no estuvieran más para ocultar que para mostrar: la poca movilidad electoral del español, es decir, la plasmación política de su acinesia geográfica. El español quiere nacer, vivir y morir en su terruño, sin desplazarse por esos mundos de Dios, si no es con cámara de fotos y billete de vuelta.
Los propios partidos políticos, que hace cincuenta años no existían o tenían una presencia fantasmal, buscan enredarse en las ramas del árbol genealógico de cada familia. Eso sí, saltándose a Franco. Nunca he entendido la impugnación total del franquismo, si para unos fue la época del siglo XX donde no se discutieron ciertas cosas, y para otros, su mayor vivero de afiliados.
Pero no quiero enredarme en más sociologismos (no me he puesto las gafas con cuerdecita) que no sea explicar el proceso patrio del cambio de voto. Comienza cuando el deterioro del partido al que has estado apoyando desde tu más tierna madurez es inocultable e injustificable. Hay algo que te mueve a castigarlo pero aparece el primer freno mental: si tu partido es malo, los otros son peores, es más, lo malo de aquel es producto de la influencia perniciosa de estos. Puedes pensar en la abstención o el voto en blanco, pero convienes en que es una pérdida de tiempo sin sentido. Pasan los días, los meses, y el hundimiento de la opción preferida es tal que las ansias de cambio acaba conteniéndolas el sentimentalismo de primer grado: “¡Qué diría mi padre!”. Y si esto no fuera suficiente vas bajando la gradación hasta llegar a los bisabuelos o tatarabuelos. La naturaleza es tan sabia que la multiplicación de antepasados que vivieron en un momento de nuestra historia con más épica, crece cuando ahondas en el tiempo. Y el “¿para eso hemos muerto un millón de españoles?” sirve para cualquier ideología.
Pero llega un momento que ni la sangre de tu sangre derramada, por muy coagulada que esté, sujeta la indignación. Entonces aparece el segundo freno mental: como vas a votar tú al mismo partido que Fulanito, que es un manta, que cuando se engalla en el bar se vuelve insoportable, y claro, tú tienes que engallarte también, pues tienes motivos, una historia familiar de penalidades te avala. No como él: sabes muy bien como ganó la fortuna que le permite doble ración de banderillas por cerveza.
Todo esto está bien, pero la repugnancia que te provocan los contrarios disminuye mientras la que te causan los tuyos no termina de crecer. Y entonces te agarras a los líderes. El primer acercamiento es negativo: todos son iguales, todos están para robar. Pero eso es precisamente lo que resulta fatal. Pasar de Rubalcaba a Rajoy, o viceversa, si lo piensas bien, no es tan difícil. Por mucho que alegues un matiz de carácter por aquí o un tono de voz por acá, te das cuenta que en el fondo son dos señores con barba, cabezas de dos partidos que sólo buscan el poder.
La mayoría de los que siguen esta evolución suelen acabar en el pasotismo más absoluto. Y no vuelven a votar. Pero tú eres un demócrata, crees en los efectos vivificadores de la papeleta en la urna, y no quieres terminar como un perroflauta cualquiera. Y cambias, ya sí, de opción política cuando caes en la cuenta de que los únicos que, a tu alrededor, defienden a tu antiguo partido son los que viven directa o indirectamente de él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario