martes, 14 de mayo de 2013

Yo crecí, respetadme, con el baloncesto

Yo crecí, respetadme, con el baloncesto. Mi primer recuerdo deportivo es en blanco y negro: 1978. El equipo de baloncesto del Real Madrid pasea a hombros por la Sala Olímpica Carlo Diem de Múnich a Clifford Luyk, que se retira alzando una nueva Copa de Europa, la Sexta. Los hombres altos y desgarbados del club igualaban en la máxima competición continental a los mitos del fútbol. El impacto de Luyk fue tan importante como el de Di Stefano. Sobre él no sólo pivotó la época dorada del Real Madrid, sino que su nacionalización insufló músculo y calidad a la talentosa pero enclenque Selección Nacional.
 

Y yo, tan torpe para conducir el balón con los pies, comencé a soñar con canastas imposibles en heladas canchas soviéticas y en asfixiantes calderas italianas. A ello me llamaba una estatura poco común para mi pueblo y para la época. Con el tiempo llegué a alcanzar unos estratosféricos 180 centímetros. Recuerdo: 1978.

Desde entonces Múnich, Berlín y Zaragoza son hitos en una geografía añorada a la estuvo a punto de unirse Londres. Pero no pudo ser. Olympiacos nos arrebató la Novena. Lo que más temo es que la frustración por lo no conseguido vuelva a instalar a la sección en la inestabilidad. Esperemos que Florentino Pérez haya aprendido. Para su segundo mandato, el presidente quiso realizar lo que tanto se le reprochó en el primero: compensar el poder de las grandes figuras fichando entrenadores de currículo incontestable. Por razones ya muy explicadas esto sólo fue posible en un primer momento en el baloncesto. Llegó Messina, con cuatro Euroligas y fama de domador de estrellas. Para el fútbol Florentino quería a Mourinho, pero no puedo ser y apareció Pellegrini, que a su etiqueta de segunda opción añadió el desdén del presidente. Por esas cosas que tiene el deporte, Messina fracasa y lo sustituye Pablo Laso en un equipo donde el dinero no se invirtió adecuadamente y con un vestuario en armas. Laso, exjugador del club pero no legendario y con poca experiencia en los banquillos, tiene las ideas claras  y las amolda a la plantilla. El juego vuelve a ser vertical, poco especulativo, y extrae el indudable talento de los jugadores. Poco a poco la sección vuelve a encontrar el hueco perdido en el corazón de los madridistas.  Las causas de este extravío se producen a mediados de los noventa: la televisión codificada se hace con la retrasmisión de los partidos, comienza el éxodo de las grandes figuras españolas y europeas a la NBA y, sobre todo, las sucesivas juntas directivas del club planifican políticas erráticas para la sección.

El domingo el Real Madrid de baloncesto estuvo a punto de conseguir su novena Copa de Europa. No lo consiguió por múltiples factores que personas más sabias que yo sabrán analizar. Pero pienso que sobresale la falta de oficio a la hora de rematar, ante un equipo experimentado, un partido que parecía encarrilado tras un primer cuarto esplendoroso.

Dada nuestra inclinación al catastrofismo, sombra fría de la decepción, empezaremos a darle al entrenador. No se librarán los jugadores, sobre todo los de contrato más alto. Tampoco el presidente, que no puso suficiente dinero o que lo puso donde no debía. Pero convengamos que siempre es la cabeza del entrenador la que más atrae los piolets. Muchos pensaran que para el banquillo del Madrid se necesita un entrenador top, un Mourinho. Pero eso me parece una simplificación que lleva al error. El Madrid de baloncesto, al igual que el de fútbol, ha tenido toda clase en entrenadores. Unos llegaron con vitola de ganadores y fracasaron y otros que parecían de paso construyeron equipos sólidos aunque por diferentes motivos no se les dio la continuidad necesaria. Pienso en Joan Plaza. Pienso en Jupp Heynckes. El Mourinhismo, al que en estos tiempos de zozobra me adhiero, puede caer en esta trampa. La importancia de Mourinho no nace de su historial ni de su cosmopolitismo. Aunque una estética mondain no viniera mal tras tantos entrenadores de perfil bajo. Su importancia nace de haber identificado las carencias del club, desenmascarar a los parásitos tripones, no volver nunca la cara y actuar en consecuencia. Unas veces de forma quirúrgica y otras con el bramido del macho que marca su territorio. Esto es precisamente lo que uno a Laso con Mou: sabe dónde está, identifica los retos y no sale corriendo. La diferencia es que la presión mediática del entrenador de baloncestos es menor, porque los adversarios y la prensa mangonera no utilizan su posición para desestabilizar o ganar poder dentro del club.

Por eso sacudámonos la decepción, aplaudamos el buen trabajo hecho, mejórese lo que se tenga que mejorarse. No tiremos con el agua sucia ni al niño ni a la bañera. "Nos sentimos como una mierda. Pero para perder finales hay que jugar finales y si hoy no nos sintiéramos como una mierda no seríamos un grupo ganador. Es un equipo con mucho talento. Creo a muerte en el baloncesto que hacemos". Fueron las primeras palabras de Laso tras la derrota. Inmejorables credenciales para un niño que creció con el deporte que practicaban unos larguiruchos vestidos de blanco.

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